Aunque la izquierda sigue operando como una fuerza crítica frente a los desequilibrios y costos humanos de la llamada globalización neoliberal, y ahora enarbola las banderas de los derechos sociales y el pluralismo cultural, no ha sido capaz de disputarle al capitalismo su poder para ordenar y desordenar el mundo. ¿Con qué podrá, entonces, repoblarse ese vacío existencial que produce la ausencia de un proyecto emancipador? ¿Cuáles son los nuevos sueños colectivos que asoman en el horizonte? ¿Hacia dónde se movilizarán los deseos que vinculan al individuo con el movimiento de la Historia?
Han pasado 30 años desde que cayó el Muro de Berlín. El hito marca el fin de los socialismos reales y, al mismo tiempo, la hegemonía de un capitalismo mundial sin trabas como única alternativa histórica, en un orden globalizado y un sistema económico abierto. El derrumbe del muro fija la caída de un orden que concentraba la mitad de Europa y operaba sobre la base de una burocracia anquilosada, con férreo control de lo político y lo productivo, planificación centralizada y distribución estatal de los recursos. Esta caída tuvo tantas razones como aristas. Para empezar, están las relacionadas con el modelo de racionalización productiva, en economías que perdieron la batalla de la eficiencia y la productividad, se hundieron en la “falta de incentivos” y en niveles decrecientes de innovación. Tales economías –las del llamado socialismo real– no pudieron contrapesar el dinamismo propio de los mercados abiertos, y sucumbieron ante tecnologías de información y comunicación, y sistemas financieros interconectados a tiempo real.
También están los anhelos propios de una modernidad democrática, y que rompieron los diques del control ideológico y político. La propia marcha de la secularización, sin importar dónde estaba el muro, fue tumbando una convicción tras otra, hasta que le tocó el turno a las grandes ideologías totalizadoras, con sus íconos, ideales y retóricas.
Una proporción importante de la izquierda occidental ya se había desencantado con los socialismos reales en las dos décadas que precedieron a la caída del Muro. Desplazaron la mirada con esperanza hacia modelos ajenos a la orbe soviética, como fueron los casos de China, Cuba, Nicaragua y Vietnam. Tardaron más en desencantarse de estos otros socialismos, y su entusiasmo, sobre todo para el caso cubano, sobrevivió largamente a la caída del Muro.
Aun así, el desplome del socialismo real en 1989 tuvo un vertiginoso efecto dominó. Curiosamente, la manifestación del momento heroico no fue el asalto al poder capitalista, sino la pulverización del poder en la orbe soviética: nada más épico, y lírico, que los jóvenes de ambos lados de Berlín abrazándose tras echar abajo el primer pedazo de pared. Todo esto encendió entusiasmo en lo inmediato, pero sepultó sueños con una profundidad mayor. En buena medida arrastró hacia el vacío ese imaginario moderno de la izquierda, centrado en la utopía del comunismo, la construcción del hombre nuevo y el encantamiento de la política con pulsiones de transformación radical de las relaciones de poder. Pero incluso más, socavó una ideología o metarrelato que era capaz de articular la crítica con la propuesta, lo individual con lo colectivo, y lo contingente con lo trascendente.
Mucho se ha escrito sobre cómo la ideología o el imaginario de la izquierda moderna vivió este cataclismo simbólico; y cómo lo vivieron, también, los sujetos de carne y hueso que, antes y después, se identificaron con la izquierda. El posmodernismo, tan sincrónico en su advenimiento con la caída del Muro, no fue pura retórica ni tampoco el maquillaje cultural del neoliberalismo: vino a constatar las dificultades para sostener metarrelatos en una fase de pérdida extrema del control político sobre las transformaciones de la sociedad, con una velocidad nunca vista en la “destrucción creativa” ejercida por el capitalismo informacional. Las ideologías asentadas en una fuerte vocación teleológica, que suponían altas dosis de regulación con vistas a fines colectivos, sucumbieron a esta aceleración de la historia que vino, una vez más, comandada por la mezcla de innovación tecnológica y organizacional del nuevo capitalismo. Y luego emergieron conflictos y riesgos transnacionales que nada tienen que ver con la lógica de bloques de la Guerra Fría, y descentraron el paisaje del poder y de la urgencia global: los fundamentalismos religiosos, las catástrofes ambientales, los conflictos de género, los nuevos nacionalismos, el crimen transnacional y los movimientos de minorías étnicas.
Parte de esa izquierda huérfana buscó reinventarse con otros objetivos, actores y discursos. En el mundo académico irrumpió la perspectiva poscolonial, importada inicialmente desde el Oriente, pero con un fuerte arraigo tanto en África como en América Latina. La reconversión hacia la ecología profunda o hacia el indigenismo han sido opciones a las que se ha recurrido para seguir siendo de izquierda, pero de otro modo. Por supuesto, abrazar la causa del feminismo ha ocupado un lugar de privilegio en esta reconversión de las energías emancipatorias que se adjudica la izquierda, sea lo que sea que esto connote.
Todas estas causas o alternativas emergentes plantean serios problemas de consistencia con una izquierda que desde el inicio se vio a sí misma como marxista, o neomarxista, centrada en la contradicción de la relación capital-trabajo. El marxismo, y los socialismos que reclamaron su herencia, fueron intensamente modernos, modernizadores, humanistas e industrialistas. Y en gran medida, occidentalistas. Difícil sostener estos vectores desde estas nuevas causas de reciclaje de la izquierda.
Es posible que ser de izquierda hoy sea más bien un “mínimo común” a partir del cual, cumplido ese piso, distintos grupos ocupan nichos diversos. Adherir a los valores de la democracia con mayor participación e inclusión de actores, creer que es necesario avanzar en mayor igualdad social desde la política pública, abrazar el pluralismo en lo cultural, apoyar la igualdad de género y la sostenibilidad ambiental, son los mandatos que componen el grueso en ese mínimo común.
Es posible que ser de izquierda hoy sea más bien un “mínimo común” a partir del cual, cumplido ese piso, distintos grupos ocupan nichos diversos. Adherir a los valores de la democracia con mayor participación e inclusión de actores, creer que es necesario avanzar en mayor igualdad social desde la política pública, abrazar el pluralismo en lo cultural, apoyar la igualdad de género y la sostenibilidad ambiental, son los mandatos que componen el grueso en ese mínimo común.
Sin embargo, resulta evidente que en el siglo XXI este conjunto de mínimos no hace una fuerza política capaz de disputarle el orden colectivo al capitalismo. No muestra capacidad hegemónica, vale decir, de coordinar voluntades y causas diversas en torno a un proyecto histórico convergente y potente. Las últimas décadas han sido, grosso modo, de normalización capitalista del mundo (con idas y vueltas, matices, ciclos de gobiernos de distintas orientaciones). Sistemáticamente, la emergencia de alternativas tiende al desencanto a poco andar, sea porque quedan reabsorbidas por el capitalismo global, porque se vuelven inviables o porque el mundo capitalista las aísla para dejarlas morir, de modo ejemplificador, a vista de todos.
La izquierda ha seguido rumbos diversos y dispersos, en una lógica que no escapa a la sociedad-red, donde la cohesión se funda, a lo sumo, en una articulación de nódulos que convergen en sistemas comunicacionales con gran capacidad de interconexión. Esto puede ser visto con buenos ojos: no más una ideología única y totalizante, sino un conjunto descentrado de proyectos y discursos emancipatorios. ¿Pero erosiona esto el capitalismo mundial?
La izquierda camina por un desfiladero en que, de un lado, acecha el abismo de la melancolía (la sombra del objeto, ese socialismo perdido o difuso, que se cierne sobre el sujeto que se dice de izquierda). Del otro lado del desfiladero, está la succión que ejerce esa infinita adaptabilidad del capitalismo que recicla, reabsorbe y hace suyos los grandes cambios culturales, productivos y de organización en gran escala. En el fino sendero que separa el abismo de la melancolía del de la plasticidad del capitalismo actual, la izquierda va encontrando los tréboles de cuatro hojas con que construye, a retazos, un discurso para resistir.
La melancolía de la izquierda responde en buena medida a lo que Mark Fisher vio, hace una década, como el gran fenómeno cultural de este tiempo: no hay otro futuro que la eterna reproyección del pasado. Esto se da en el campo de la producción cultural (en la música progresiva y en el cine, en el ir y venir de remakes, retros, covers, vintages), y tiene su correlato en la política con la idea de que, guste o no, no hay otro modelo que el capitalismo.
Para el militante o ideólogo de izquierda la melancolía tiene que ver, también, con la pérdida de sentido de la propia vida. Probablemente no hay otra ideología de la modernidad que compita con el comunismo en la voracidad para fusionar con tanta energía el proyecto personal con la causa de la historia. Sobre esa fusión se cimentó el ideal del revolucionario. Ser de izquierda podía implicar no solo una opción política, sino también existencial: dotar de plenitud de sentido a la vida de cada cual a partir de la convergencia tanto práctica como teórica en un proyecto al que se le colgarían siempre los mejores epítetos: libertario, emancipatorio, igualitario, revolucionario.
La impronta melancólica que deja la caída del Muro –y que reverbera hacia el futuro– tiene estrecha relación con el vaciamiento de un deseo. Entiéndase este deseo como un vacío fecundo, el de la falta cuyo objeto faltante es el orden deseado y, a la vez, afirmado como posible. Mientras existe eficacia de la utopía, vale decir, convicción de su realización en el futuro y de un horizonte estratégico para mediarla, el “objeto faltante” es movilizador y sugiere una felicidad a la que puede llegarse casi programáticamente. En contraste con ello, la melancolía es la “falta de la falta”, vale decir, la pérdida de ese objeto puesto en el futuro y cuyo resplandor, por difuso que fuere, otorgaba pleno sentido tanto a los sacrificios del pasado como al compromiso del presente. Este presente navega a la deriva, mirando hacia adelante solo la falta de la falta, no ya el futuro perdido sino el pasado que perdió su futuro.
Si hay reserva ética y lucidez crítica como patrimonio de la izquierda, se distribuye de manera desigual –o diversa– entre quienes pretenden enarbolar ideales emancipatorios. Pero más allá de esta heterogeneidad, el problema común es la debilidad de la propuesta de una sociedad distinta. El salto de lo micro a lo macro, de lo comunitario a lo nacional, de programas locales a políticas de Estado.
¿Hasta dónde la caída del Muro, vista a 30 años de distancia, jugó el rol del verdugo o del sepulturero? ¿En qué medida simboliza la pérdida de sentido y el atasco de pulsiones? ¿Constituye, en tanto hito finisecular, un parteaguas que, en sincronía con la posmodernidad, trasladó el imperativo del sentido a lo personal y lo efímero, abriendo la vida de cada cual a una libertad mucho mayor, pero condenándola a tener que reinventarse cada día?
Por supuesto, no todo es tan así. Pero valga la exageración con fines de ilustración.
Esa herida narcisística de la izquierda histórica congela su imagen. En ese duelo perpetuo, la subjetividad melancólica se solaza en la letanía, en la “jouissance” de la nostalgia y en la idealización de un pasado que se suponía rebosante de futuro. Ese es un extremo en el arco de la izquierda post-muro: el más melancólico de todos. El fin de la historia, que tanto se objeta como argumento del liberalismo capitalista para erguirse en modelo único, tiene su reverso en este otro fin de la historia: el “dejar de vivir” después de ese futuro-pasado.
Está la melancolía, pero está también el deseo. El segundo, si se mantiene vivo, conjura el fantasma de lo que ya no fue. Y ese es, también, el arsenal de la izquierda: atizar la fogata del deseo y esbozar nuevos relatos que hacen dibujable una “falta eficaz”, es decir, un objeto de movilización emergente.
No es fácil hacerlo en el páramo donde agonizan los metarrelatos. Ese deseo ha seguido itinerarios múltiples a lo largo de las últimas tres décadas. Se ha visto atrapado en contradicciones que van desde la corrección política como “embriaguez por las formas”, hasta la deificación de todo actor emergente que emplaza el orden liberal o el capitalista, aunque venga empaquetado en ideologías tradicionalistas, religiones fundamentalistas o fervores nacionalistas.
Por supuesto que no todo se mueve entre la jaula de la melancolía y los deseos compulsivos por identificar su nuevo objeto-sujeto. La izquierda sigue operando políticamente como una fuerza crítica frente a los excesos de la razón instrumental, la morbidez de la ganancia del gran capital, las distorsiones de los mercados, la injusticia social y los abusos laborales. Aunque en derechos civiles y políticos tiene un prontuario complejo, se articula como referente contra la violación de derechos sociales y culturales. La izquierda, asimismo, opera como una reserva de indignación ante los males de la globalización y los costos sociales del neoliberalismo, a veces pecando, en ello, de cierto maniqueísmo.
Si hay reserva ética y lucidez crítica como patrimonio de la izquierda, se distribuye de manera desigual –o diversa– entre quienes pretenden enarbolar ideales emancipatorios. Pero más allá de esta heterogeneidad, el problema común es la debilidad de la propuesta de una sociedad distinta. El salto de lo micro a lo macro, de lo comunitario a lo nacional, de programas locales a políticas de Estado, de la manifestación de protesta al manejo de la economía o de la industria: todo esto constituye un hiato que no ha podido cerrarse en 30 años.
La proliferación de movimientos sociales de distinto cuño, articulados en red o no, en la calle o en las asambleas universitarias, paralizando una ciudad o un país, dialogando a distancia o haciéndose inabordable por el lenguaje “dominante” de la política y la economía, no termina de colmar el vacío de la Gran Propuesta Articuladora. La intelectualidad de izquierda, la academia de izquierda, los partidos de izquierda y los “think tanks” de izquierda, receptivos a todo lo que se manifiesta (en el doble sentido de la palabra), tienen demasiada facilidad para investir a un nuevo actor, o un nuevo liderazgo, con el aura del “nuevo catalizador” de tantas energías desparramadas o larvarias.
Según Žižek, mejor sería que la izquierda detuviera su apuro por recuperar vigencia y protagonismo, se replegara en los sonidos del silencio por un rato. Y ver qué suena allí, qué se oye, qué pasa. No para dejarse morir, sino para dejar de morir.