Publicado hace exactos cincuenta años (septiembre de 1971) con sólo quinientas copias para la venta, el primer LP de Los Jaivas encauzó un «algo» moldeado en sus experiencias de escenario y horas de ensayo. Improvisar en conjunto había establecido ya entre los cinco músicos la complicidad en una búsqueda común, con códigos que podían incorporar como señas propias —de Jimi Hendrix a Atahualpa Yupanqui—, sin comparación entonces en Chile. Reeditado en vinilo en un trabajo conjunto entre la banda y el sello Transaméricas, el siguiente es el texto al interior de carátula escrito por la periodista Marisol García, que incluye entrevistas a los integrantes del grupo.
Improvisar era mucho más que un vuelo creativo en los primeros años de Los Jaivas. Al menos desde 1969, soltar la rienda de sus instrumentos en una exploración compartida, sin partituras ni acuerdos previos, fue un recurso de trabajo al que el conjunto acudió́ en parte como apoyo y en parte como manifiesto. Inexpertos aún en la composición, los músicos buscaban llevar su trabajo al extremo opuesto de lo mostrado en sus inicios como High Bass, cuando con correctos trajes de fiesta y repertorio ajeno animaban la distracción nocturna en boîtes y restaurantes de Viña del Mar y Valparaíso.
A sus anchas en el subterráneo de la casa familiar de los hermanos Parra Pizarro en calle Viana, Los Jaivas se encontraban en un esfuerzo por «desaprender lo aprendido», perfeccionándose en la ejecución y en la valiosa búsqueda de un lenguaje propio ya sin moldes heredados.
Improvisar era por eso, en palabras de Claudio Parra, «como volver a la Edad de Piedra»: una exploración radical escindida de guía melódica o armónica. Con tal firmeza defendía la banda esa opción creativa que hasta la idea de grabar un disco se les asomaba como un cálculo inaceptable.
CLAUDIO PARRA: Tratábamos de evadirnos, nada más; y así encontrar algo diferente, propio. Tocar, entregar la música en vivo, y que lo que salía quedara volando… se perdiera en el éter. Decíamos, por ejemplo: «No estamos comprometidos con lo que hicimos ayer». Pero poco a poco eso se fue definiendo, fuimos descartando cosas, y emergió… algo.
MARIO MUTIS: Todo ese período de improvisación fue, en el fondo e involuntariamente, una búsqueda de lenguaje. Fuimos creciendo en la experimentación, en el descubrir, confiando en que con el tiempo iba a surgir un lenguaje que derivara en una identidad. Improvisar era el modo que nos dimos para expresar la música. De tocarla, de sentirla.
Esa búsqueda les dio también una particular plataforma en vivo. En conciertos libres de la habitual guía de un repertorio de canciones, más bien se arrojaron a la experimentación frente a la audiencia. «Vanguardia primitiva», le ha llamado el musicólogo Juan Pablo González a esta fase de trabajo del conjunto.
Cuando en junio de 1971 Los Jaivas entraron a Estudios Splendid (de RCA) en Santiago, cayeron en cuenta de que había un «algo» moldeado en sus experiencias de escenario y horas de ensayo. Improvisar en conjunto establecía entre los cinco músicos una complicidad tácita, que hacía innecesario explicar detalles. El vuelo no había sido un escape, sino el encuentro en una búsqueda común, con códigos que podían ya incorporar como señas propias, sin comparación en Chile. Ese proceso de tránsito hacia una identidad en la composición quedó registrado en su primer álbum, una autoproducción financiada por el grupo que iba a establecer modos de trabajo fundamentales para su discografía futura.
Las composiciones del primer LP de Los Jaivas muestran el avance por un camino creativo auto forjado, con caras que separan el paso desde la música nacida por improvisación hacia las canciones propiamente tales. Era una senda señera para el grupo pero también para todo el incipiente rock chileno. Los Jaivas abrían una vía musical de una excepcional amplitud de referentes, con ideas inspiradas al igual por Jimi Hendrix, la Missa Luba congolesa, la canción folclórica argentina (Atahualpa Yupanqui, Ariel Ramírez), la composición sudamericana de avanzada (Ginastera, Villa-Lobos, Violeta Parra), la experimentación del pianista Henry Cowell, la rítmica caribeña y las reinvenciones de Miles Davis con su trompeta.
Se ha relatado ya muchas veces que el financiamiento independiente de este álbum —no hubo entonces disqueras interesadas en ficharlos— le costó a Eduardo Parra la venta de su órgano Yamaha previamente importado desde Japón. Los recursos limitados marcaron para el grupo otra forma de radicalidad en estudio: sin la guía de un productor, el conjunto grabó casi veinte horas de música echadas a andar sin estructura de canciones, en un ejercicio de auténtica creación in situ. Con dos canales a disposición, varios pasajes fueron registrados en vivo con batería, piano y bajo sonando en simultáneo. Tumbadoras, tambores, pandero, caja, maracas, cultrún, bongó y rasca de metal desplegaban una percusión generosa; y hubo hasta un cacho de vaca con su extremidad aguda cortada para emboquillarla como instrumento de viento.
Así, lo que luego tomó forma de disco fue una selección de fragmentos e ideas. El grupo más tarde explicaría sobre el trabajo de Franz Benko como ingeniero de sonido:
«… se fue adaptando con mucha soltura y creatividad al estilo improvisado del grupo. Muy atento a todo lo que sucedía en la sala de grabación, abría los micrófonos cada vez que algún instrumento lo requería, encontrándole el plano y efecto necesarios en cada ocasión. Recordemos que aún no había en Chile grabadoras multipistas, que permiten hacer correcciones en un fragmento de un instrumento si es necesario, y que la mezcla definitiva, en el caso de las improvisaciones, se hacía en directo».
Los dos títulos más extensos en el LP que llegó a conocerse como El Volantín (por la ilustración en su carátula) disparan percusiones, cuerdas y timbres de viento en torno a gritos enfáticos, como los de “Último día”, o versos de juego infantil, como los que se asoman en los más de siete minutos de “La vaquita” («la vaquita que compré en la feria / me salió sin cola», canta Gabriel Parra).
“Cacho” es un desafío: su impecable introducción en piano no alcanza a matizar la furia con la que luego se acusa la llegada conquistadora de «los españoles rechuchas de su madre». No hay electricidad, sino la parcial puesta en despliegue de sonoridades indígenas, las que el grupo ya exploraba desde una genuina preocupación por la raíz ancestral chilena y el mestizaje, y que luego iba a volver en otros momentos de su discografía, en sonidos y en palabras.
“Que o la tumba serás” y “Foto de Primera Comunión” son los dos títulos del disco mejor ajustados a un formato de canción, melodía adherente y rítmica bailable. Abren ambos una cara B de apariencia amable. El primero cita versos sueltos del himno nacional de Chile en una contagiosa descripción de aprecio a nuestro paisaje humano y geográfico, y el segundo es un crescendo que sintetiza en la estampa de la infancia cándida y católica la represión familiar que explica parte del orden social.
El cierre con un muy breve “Bolerito” consigue ajustar en menos de medio minuto la cadencia y el pulso de guitarra que hacen reconocible un bolero, género entonces afín al grupo y a sus escuchas nocturnas en bares de Valparaíso. «Viene a ser la primera composición de Los Jaivas con letra, música y arreglo bien definidos», describirá luego el conjunto.
Político a su modo, El Volantín encauza una expresión musical de acuerdo a coordenadas que a sus músicos les resultaban prioritarias, como las de la libertad creativa, el encuentro con los antepasados y la sangre indígena, y el rechazo al colonialismo y los moldes sociales impuestos.
GATO ALQUINTA: Nos sentíamos los instrumentos de los cuales fluía una nueva forma de música. Honestamente pensábamos que no nos pertenecía. ¡Venía de afuera! Muchas veces creímos que era pura fantasía, una forma de ilusión auditiva, pero cuando escuchamos las grabaciones nos dábamos cuenta de que estaba ahí… de que eso había ocurrido.
EDUARDO PARRA: Queríamos hacer conciencia en nosotros mismos. Se fueron dando los primeros rasgos de esa chilenidad que íbamos descubriendo, y que no tenía que ser la de los trajes de huaso. Sabíamos que tenía que haber algo más en el corazón de los chilenos, una conciencia nacional que respondiera a ciertos íconos e hitos, y a cierto cariño y a cierta manera de ser. Es un disco naíf porque es el comienzo espontáneo, no sabíamos más. Y está captado desde un punto de vista juvenil: jovial, ligero, en broma, inconstante quizá. Eran nuestros primeros sentires nacionales, el despertar a la patria, al terruño. Es un disco verdaderamente chileno, nacional y criollo hasta la última nota.
Aunque la intención del grupo era debutar con mil copias de su primer LP, el presupuesto permitió sólo un tiraje limitado a quinientas. Algunas se vendieron en conciertos y otras en la sucursal porteña de Casa Amarilla, y luego El Volantín se convirtió por eso en tesoro de coleccionistas. Su edición en disco compacto no apareció hasta 2001.
El nombre con que terminó conociéndose el LP derivaba de la pintura de José Miguel Reyes puesta en la carátula. El autor era un estudiante de arquitectura cercano al grupo, y entre todos se conversó la idea de una imagen típicamente chilena, reconocible como tal sin adornos. Eduardo Parra intervino en el dibujo de una casa con fotos y créditos entre globos de diálogo y humo de chimenea, desplegable como un afiche interior doblado en cuatro.
No hubo singles del disco en radios aunque sí algunos comentarios en prensa, ajustados a los recelos y extrañeza que en los medios generaba el conjunto en sus primeros años. «¡Cuidado! —advertía la nota respectiva en Clarín del 26 de octubre de 1971— Antes de opinar sobre Los Jaivas, su música, la letra de sus canciones y la apariencia extraña, para nosotros, de sus integrantes, hay que oír su LP. Poner oído atento a la música, acaso tener algún sentido del humor al escuchar la letra (no alcanzan a ser letras de canciones) y después de todo eso tomar varios calmantes y manifestar alguna opinión».
El Volantín se presentó en vivo el mismo año de su publicación en dos conciertos de domingo a las 11 de la mañana, primero en Santiago (Teatro Pedro de Valdivia, el 29 de agosto) y luego en Viña del Mar (Cine Arte, 12 de septiembre). Era la agenda promocional discreta de un grupo aún «subterráneo», en palabras de Mario Mutis, pero que con su debut largaba una vida creativa de estimulante atrevimiento y ya innegable identidad.
Con esta cuidada reedición, trabajada junto a la banda a partir de las cintas originales y en un proceso completamente analógico realizado en estudios de María Pinto (a las afueras de Santiago), Londres y Harleem (Holanda), Transamericas inicia una búsqueda por trazar una cartografía atípica de la música popular latinoamericana.
—Marisol García
Santiago, 2019
Texto de carátula para reedición 2020, sello Transaméricas.