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Vivir a cualquier precio

Desde hace poco más de un siglo la extensión de la vida media de la población humana prácticamente se duplicó; y ese aumento es mayor al acumulado desde el origen del homo sapiens hasta comienzos del siglo XX. O sea, hemos logrado en cosa de un siglo lo que no se había conseguido, proporcionalmente, en el medio millón de años precedentes.

Ya desde mediados del siglo XIX la supervivencia se anotó un triunfo con la clave de la higiene ante el contagio; luego la penicilina fue llave profiláctica para abrir el cerrojo de bacterias que antes mataban sin piedad; y la rehidratación oral, la nutrición temprana y el sistema de atención de urgencias fueron las palancas para la caída en picada de la mortalidad infantil. Desde allí no paramos de avanzar. Hemos dado zancadas contra la amenaza de exabruptos cardio y cerebrovasculares (con el colesterol y la presión bajo rigurosa vigilancia). Ganamos menos en frenar el cáncer y la diabetes (aunque bastante en las últimas décadas), y encontramos distintas formas de salirle al paso a los virus que van y vienen. Lo último, a tiempo récord, fueron las vacunas frente al Covid-19. Como todo lo naturalizamos de la noche a la mañana, nos parece lógico vivir largo, o eso esperamos. El deterioro se convierte en un fantasma mayor que la muerte prematura. Y cuando decimos prematura, pensamos incluso en los sexagenarios.

Tras esta apuesta que homologa la buena fortuna con la larga vida, la medicina hace todo lo que puede para mantenernos vivos. La industria crece para convertirse en un negocio brutal, en el doble sentido de la palabra; y donde lo más rentable es paliar y prolongar enfermedades crónicas, internarnos con uso intensivo de tecnologías cuando ya no podemos ni respirar o alimentarnos por cuenta propia, medicarnos con drogas salvíficas de última generación en que cada pastilla o pinchazo cuesta un año de trabajo. Bajo la máxima “la vida no tiene precio”, familias enteras quedan en la calle por extenderle el aliento a un familiar agónico.

No es novedosa la crítica a esta industria de la salud que especula con los cuerpos, y con intervenirlos, para acrecentar su poder y su riqueza. Tampoco lo es la defensa del derecho individual a tomar decisiones sobre la propia vida, en especial cuando el deterioro llega a un punto en que se cruzan las curvas de costo y beneficio, y cantidad vs. calidad de vida: será cosa de cada quien decidir cuál es el punto en que pierde todo sentido seguir viviendo ante condiciones en que solo se está aquí para sufrir y hacer sufrir. Está la ley del lado del juramento hipocrático o de la doctrina religiosa, que obliga a seguir aquí contra viento y marea. Mientras aumenta la tasa de suicidio, en la mayoría de los países sigue proscrita la decisión de acabar con la propia vida, y la asistencia de terceros para cumplir con esa voluntad. Sale caro el viaje a Suiza o a Holanda, tierra santa de la eutanasia o el suicidio asistido.

Una sobredosis de morfina en pacientes terminales suele ser el acuerdo tácito entre médicos y parientes para sedar al punto en que el organismo se apague solo. O cruzarse de brazos ante una infección urinaria hasta que el organismo se envenene en silencio. No todos tienen esta opción. Están los enfermos terminales inconscientes, rodeados de adultos responsables que no se animan a dar el paso o no tienen con quién urdir la complicidad necesaria para hacerlo de manera velada. Mientras tanto la eutanasia crece, atiborrada de recaudos, en el debate público. La dignidad se convierte en significante y valor que inunda el tema. Sea porque llega un punto en que los enfermos, o quienes los quieren, interpretan su decadencia física o psíquica como pérdida de dignidad, sea porque en el otro extremo se reclama como indigno transgredir el mandato de apostar por la vida cueste lo que cueste y sea como sea.

En lo personal defiendo a muerte, y hasta la muerte, la autonomía para decidir sobre mi cuerpo y sobre la magnitud del sufrimiento que estoy dispuesto a sobrellevar; la voluntad de los enfermos para dirimir hasta dónde exponer su vulnerabilidad y deterioro ante sí y ante los demás; el derecho a poner fin a una situación que alivia a los seres queridos de vernos sumergidos en la agonía y endeudándolos de por vida a cuenta de utilidades de clínicas y farmacéuticas. ¿Quién quiere dejarle ese fardo a su prole?

Pero hay otro campo en que el tema -y sus dilemas- permea la vida desde mucho antes de una posible agonía o enfermedad terminal. Si en un extremo de la cuerda el debate se fija entre estas antípodas valóricas o doctrinarias, intereses de la industria médica y farmacéutica, ideologías políticas y consideraciones personales de cada quien, en el otro extremo se robustece la obsesión por un autocuidado centrado en vivir lo más posible, prolongar la vitalidad cuanto se pueda, negar el reloj que impone el ciclo biológico, e incluso aspirar a simulacros de eternidad. La ironía llega cuando uno se pasa la mitad de la vida dedicado a robustecer y prolongar la otra mitad.

Los flancos de intervención sobre sí mismo, que prometen con o sin fundamento un mayor letargo en los ritmos de envejecimiento, y proclaman un conjuro efectivo a la genética de tantas patologías inscritas en nuestro ADN, pueblan parte de nuestras consultas en Internet. Las redes sociales nos devuelven, con el algoritmo a la medida, los deseos que nos graba cuando las revisamos, y nos obnubilan con cremas, tratamientos, cápsulas, polvos, ejercicios y adminículos que relampaguean con el aura del milagro, tratando de persuadirnos, incluso revestidos de doctos y con peroratas convincentes. A los más incautos los convencen que en un santiamén logran lo que la medicina convencional no consigue en largos y penosos tratamientos. Con folletos virtuales y en papel atenazan nuestra atención, y cruzan en las conversaciones en que cada cual ofrece y comparte, entusiasta y convencido, sus estrategias infalibles o las últimas evidencias en dietas, plantas, minerales, vitaminas, técnicas corporales, estilos de vida y tecnologías ancestrales. La guinda de la torta la aportan los avances en la inteligencia artificial y sus aplicaciones, incluyendo ese momento de interfaz entra la máquina y el organismo humano, que augura vidas triplicadas en extensión, al menos para quien tenga los recursos y quiera pagar una millonada por acceder a esta opción.

Hace años conocí un filósofo sueco que, tras veinte años de aporte adicional en seguridad social post-mortem, portaba una pulsera con un chip que se activaría en caso de muerte, para ser rescatado y congelado en cosa de horas, y preservado en criogenia hasta que alguna droga apareciera para remediar oportunamente el mal que le quitase previamente la vida. Hay millonarios que compran islas, ejércitos y una reserva de alimentos no perecibles para inmunizarse ante catástrofes sanitarias, ecológicas o bélicas. Ya en 1966 Howard Hughes, uno de los hombres más ricos del mundo en su momento, se compró el Hotel Desert Inn de Las Vegas, donde se encerró por cuatro años para prevenir la visita inoportuna de cualquier germen. ¿TOC frente a la contaminación o tic de la inmortalidad?

Parte no menor del alivio al dolor y el deterioro se transa en bolsa. Tratamientos con inteligencia artificial y material genético se abren paso, como lujo en algunos casos y como investigación médica por el otro, a fin de prolongar la vida y recomponer nuestras partes desvencijadas por el tiempo. El contraste no puede ser mayor entre californianos que miden cada caloría que ingieren y las familias de obesos atosigados de comida chatarra entre Las Vegas y Disneyworld. Es toda una paradoja que la obesidad mórbida sea una de las primeras causas de muerte (directa o indirectamente) en países como Estados Unidos o México, mientras una población cada vez mayor consagra tantas horas a instruirse sobre como ser más sanos y mejor preparados para la autoconservación. ¿Yoga o Pilates? ¿Ayuno intermitente o mix de vitaminas? ¿Bajo estrés o siesta sistemática? ¿Gimnasio o piscina? ¿Jubilación temprana o actividad hasta el final? ¿Tener proyectos hasta los cien años, o disfrutar del instante con plena conciencia?

Una rara mezcla de naturismo y artificialidad, dinero y puritanismo, ciencia y fobia, entreteje los pliegues que vinculan al eco-puro, al pro-vida y al crío-preservado. Curiosamente, las novelas que fantasean la prolongación eterna de la vida humana, como “La inmortalidad” de Saramago, tienden a la distopía. La peor pandemia sería la de la no poder morir nunca. Pero en la vida real, la pretensión de seudo-inmortalidad, reservada a una minoría lúcida o pudiente o afortunada, todavía sostiene restos de una euforia que probablemente dura muy poco, considerando las magnitudes de tiempo que se manejan en la eternidad.

Tanto apego a la vida es innato e instintivo, se remoza con afectos y símbolos, y se atasca con la conciencia anticipada del nunca más que nos espera del otro lado. No obstante, todo tiene su límite, por fuera y por dentro. El nunca ya nos precedió (la eternidad antes de haber llegado a ser “alguien”); y no fue drama. ¿Por qué habría de serlo después de partir?

He conocido muchos nonagenarios que no están tan impedidos para moverse y relacionarse, y aun así solo quisieran terminar de una vez con esto de sostenerse vivos. Perdurar sí; perpetuarse, no. Ese pequeño detalle -el cansancio de ser- escapa a la obsesión aséptica, al juramento hipocrático y al autocuidado mórbido.