“La poesía solo puede ser personal”, me dijo una vez una amiga. Esto podría entenderse como que la autora debe exponerse, que su literatura solo logrará calar en el corazón y las mentes de quienes leemos a través de una transcripción sincera de sus emociones y experiencias.
En su ensayo “Against Sincerity”, Louise Glück contradice ese supuesto advirtiendo que “la tendencia a conectar la idea de verdad con la idea de honestidad es una forma de ansiedad”.
Para ella, incluso la poesía más confesional o autobiográfica siempre está modulada por afirmaciones de poder de quien escribe. Es decir, que no se trata de reproducir las emociones tal como las sintió, sino de convertirlos en un conocimiento nuevo. Transcribir alivia, señala la poeta estadounidense, pero “El contenido secreto de los poemas, la extrema intimidad, es transformada regularmente por actos de decisión”.
Sí, “la escritora” usa sus experiencias personales como materia prima, pero es ella quien interviene durante el proceso: escoge, añade, borra o miente para descubrir algo inesperado, una idea que no esperaba encontrar antes de comenzar a escribir. Glück lo llama “la verdad” y considera que debería ser el principal objetivo de una artista. Lo verdadero es como el hambre, destruye la paz, pero su ventaja sobre la vida es que puede perdurar: “tiene un aire de misterio o inexplicabilidad. Lo verdadero, en poesía, se percibe como intuición”.
Mi impresión es que Idea Vilariño trabajaba su literatura de forma similar. Y que al decir: “Mi poesía soy yo” se refiere a que no podía enfrentar la vida de una forma que no incluyera su poética. Más que buscar consuelo o tranquilidad en su trabajo creativo, se trataba de algo inevitable.
En el artículo “Una pasión honesta”, Enzo Cárcano postula algo similar al contrastar el sujeto Vilariño de los poemas con el de sus diarios de vida: “No se trata de una transcripción lineal y transparente de la vida en la obra, sino de una relación mucho más compleja, cada vez más inteligible a medida que su escritura autobiográfica sale a la luz”.
En Nocturnos esto se advierte enseguida, no hay un sujeto o personaje definido. Pero esto no le quita singularidad, sino al contrario. Sus poemas acentúan la precisión de una vida concreta y privada. Suena a secretos compartidos y muchas veces toma la forma de una escalera que desciende, probablemente, hacia las profundidades del abismo.
También por las palabras que utiliza y que tuvieron un poder revelador en mí. Quiero decir que me mostró aspectos comunes de la realidad de una forma nueva y única. Tal vez, porque hace las palabras muy suyas. Como si antes de leer la palabra noche en Nocturnos, yo no hubiera entendido realmente lo que significaba la palabra “noche”. Y eso que pensaba que había leído a bastantes autores románticos. Vilariño se inscribe en la tradición, pero la convierte en algo tan propio, que hasta las palabras más universales como “soledad”, “vida”, “muerte” o “nadie” resultan en sus poemas cercanas y exactas. Condensadas y a la vez al descubierto. Palabras que apenas se mastican o digieren, tal vez porque fueron ellas las que hicieron el proceso digestivo conmigo como lectora. Sus palabras me desmenuzaron, me absorbieron y liberaron. Y luego, simplemente ya no hacía falta sazonar con nada más. O como expresa Vilariño, también sucintamente en el último poema del último libro que publicó en vida: “inútil decir más / nombrar alcanza”.
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Con lo anterior podría entenderse que me opongo a cualquier texto que suene a autoficción. Pero nada más lejos de mis gustos literarios.